La guerra de los 30 años se libró en centro-Europa entre 1618 y 1648. Inicialmente, se trataba de otra más de las guerras de religión entre los partidarios de la Reforma y los que se mantenían en la Contrarreforma, pero ya vimos en su momento que Lutero obtuvo el respaldo a sus tesis porque los príncipes alemanes encontraron en las mismas una forma de conseguir independencia política, es decir, un modo de lograr su propio poder frente a Carlos V. Sin embargo, la intervención paulatina de diferentes y cada vez más numerosas potencias europeas cambió el signo de la guerra para luchar por el poder hegemónico en Europa. Especialmente entre Inglaterra y, sobre todo, Francia frente al Imperio español y al Sacro Imperio Romano-Germánico. La consecuencia de los conflictos fue la devastación total de las zonas en las que se desarrollaron los enfrentamientos, y muy destacadamente, en lo que hoy es Alemania, República Checa, Italia y los Países Bajos… Aquellos conflictos tuvieron forma de guerras locales. De algunas, los españoles sabemos más, quizá por la literatura o el cine, como fueron los enfrentamientos en Flandes, pero también cabe hablar de la guerra de sucesión de Mantua, guerra de los Grisones suizos, la guerra anglo-española, la guerra polaco-otomana o la recientemente mencionada en este blog, la Guerra de restauración portuguesa. https://algodehistoria.home.blog/2022/06/03/la-union-iberica/
El final de la guerra de los treinta años supuso el principio del fin de la hegemonía española en Europa, que sería sustituida por la francesa. Aquella guerra tuvo su final en los tratados de Westfalia en 1648 y la paz de los Pirineos (1659). El primero acabó con la guerra de los treinta años en Alemania y con la guerra de los 80 años entre los países bajos y España. El segundo, el Tratado de los pirineos, termina con el enfrentamiento entre Francia y España.
Realmente los enfrentamientos entre Francia y España se venían produciendo desde la Guerra de los 80 años, pero se incrementaron y fueron más directos, tras las victorias españolas contra los rebeldes holandeses en 1625, contra los suecos en Nördlingen en 1634 y por la invasión española del francófilo electorado de Tréveris en 1635, tras la previa invasión francesa del español ducado de Lorena y Bar. Pero lo que más dolió y supuso la continuación de la guerra contra Francia fue que en 1640, Francia apoyara la sublevación de Cataluña, al tiempo que España apoyaba la revuelta de la Fronda en 1648. Así mismo, ya vimos como Francia buscó candidato portugués- duque de Braganza- para que, una vez proclamado rey, independizara el territorio luso de España y acabaran con la Unión Ibérica. Además, en 1648, Francia se anexionó los territorios del sur de Alsacia cerrando así el llamado “camino español” o “camino de los tercios españoles”, es decir, el camino terrestre ideado por Felipe II para llevar dinero y tropas a Flandes y que unía Flandes con Italia a través de Suiza y el franco Condado; y, ya por mar, Barcelona con Génova.
Ya vimos como, enmarcada en aquella guerra de los 80 años, se había producido la batalla y gran derrota de los tercios en Rocroi (19 de mayo de 1643)[ https://algodehistoria.home.blog/2020/12/04/rocroi-1643/ ] que se inició con la intención de aliviar la presión francesa sobre el Franco Condado y Cataluña. Aquella derrota, aunque fue considerada por algunos como el inicio del fin de los tercios y del dominio español de Europa, no fue así, todavía daríamos mucha guerra; sin embargo, la batalla que determina el inicio del dominio francés frente al español y es causa muy importante de la firma de la paz de los pirineos, fue la batalla de las Dunas (14 de junio de 1658). Hay que saber que, previamente, en 1657, Inglaterra y Francia habían firmado el tratado de París en virtud del cual se convertían en aliados- por primera vez en siglos- contra España. La derrota en las Dunas supuso la toma de la ciudad de Dunkerque por las tropas franco-inglesas el 24 de junio. El 7 de noviembre de 1659 se firmaba la paz de los Pirineos que ponía fin a 24 años de guerra entre Francia y España.
Aunque se firmó en noviembre, las negociaciones de paz se iniciaron en julio. La historiografía tradicional ha sido muy crítica con el negociador español, Luis de Haro, si bien, últimamente las críticas se han vuelto más benévolas, como veremos.
El tratado se firmó en la Isla del Faisán, en el Bidasoa, con Luis de Haro en representación de Felipe IV de España y el Cardenal Mazarino en nombre de Luis XIV de Francia, y sus consecuencias directas fueron:
Francia recibió el condado de Artois y una serie de plazas fuertes en Flandes, Henao y Luxemburgo. Los franceses devolvieron a España Charolais, en el Franco Condado y los territorios ocupados en Italia. Se entregaron a Francia los territorios catalanes del Rosellón, Conflent, Vallespir y una parte de la Cerdaña, todos ellos situados en la vertiente septentrional de los Pirineos y que las tropas francesas habían ocupado en apoyo de los sublevados catalanes. La frontera con España se fijará desde entonces siguiendo los Pirineos, salvo en lo que se refiere al diminuto enclave de Llivia (perteneciente a la provincia de Gerona, pero rodeada de territorio francés por todas partes) y al valle de Arán.
El tratado también preveía la boda entre Luis XIV de Francia y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España. Esta relación familiar fue la que determinó que al morir Carlos II sin descendencia fuera nombrado el duque de Anjou, como rey de España- Felipe V-.
La paz de los Pirineos se completó un año después por el tratado de Llivia (1660) que acordó el paso a soberanía francesa de 33 pueblos y lugares del valle de Carol y el Capcir, quedando el enclave de Llivia bajo dominio español. De esta forma se fijó de un modo más preciso la división de la Cerdaña entre España y Francia. Como señala el profesor Reglá se comprende así el valor geo-histórico de la cordillera y se circunscribe el tratado de los Pirineos en el inicio de un poder geometrizante en Europa, manifestado en otros tratados como fueron los de Westfalia, Oliva, Copenhague y Kardís; y al inicio de una política de geo-soluciones que serán características de Europa a partir de aquel entonces. Aquel acuerdo solventaba el problema francés de seguridad del Midi.
Aquella política tuvo dos excepciones curiosas, la ya señalada de Llivia y la de la isla de los Faisanes, en la que se firmó el acuerdo.
La Isla de los Faisanes, una pequeña parcela de tierra (2.000 metros cuadrados) en el río Bidasoa, cambia de soberanía cada seis meses entre Francia y España desde aquel acuerdo hasta la actualidad. De agosto a enero, forma parte del país galo, mientras que, de febrero a julio, de España.
La Isla, en su calidad de frontera, quedó en una posición incierta en el tratado de Paz de los pirineos, sin aclarar si era francesa o española. No fue el único caso. No sería hasta el reinado de Isabel II cuando se llega a un acuerdo entre España y Francia, en los llamados Tratados fronterizos de Bayona (fueron cuatro), que perfilaron las fronteras que desde 1659 estaban en puja.
En el primero de 1856, se determinó las fronteras de las provincias de Guipúzcoa y Navarra, y en él se establece la soberanía compartida entre Francia y España de la Isla de los Faisanes. En los tratados de 1862, que regulaba la frontera en las regiones de Huesca y Lérida; y en el de 1866 que solucionaba los problemas fronterizos desde Andorra hasta el Mediterráneo. Como cuarto se consideran las disposiciones adicionales a los anteriores y el acta final firmado en 1868. El interés en que esta isla fuese compartida tiene que ver con los derechos de pesca del río Bidasoa y por ser paso fronterizo. De hecho, allí se concertaron los matrimonios entre las infantas españolas y los reyes franceses que vimos como parte del Acuerdo de Paz de los Pirineos.
Otros acuerdos consecuencia del tratado fueron la concesión de un indulto general y la restitución de bienes a todos los perseguidos durante los años de la sublevación catalana (1640-1659), en la parte española. En la francesa se comprometían a mantener la vigencia de los Usatges de Barcelona y sus instituciones al norte de los Pirineos, con sede en Perpiñán. Luis XIV incumplió estos acuerdos y en 1660 los Usatges fueron derogados, lo que conllevó la abolición de las instituciones propias en Cataluña septentrional y en 1700 se prohibió del uso del catalán en el ámbito público y oficial con sanciones en caso de incumplimiento. El francés fue y sigue siendo la única lengua oficial en esas regiones del sur de Francia.
En cuanto a las posiciones españolas, fueron muy criticadas por entender que Luis de Haro se doblegó a los deseos franceses sin saber imponer unas condiciones más favorables para España. En este sentido fue especialmente duro Cánovas del Castillo, gran estudioso de la España de Felipe IV y de la figura del rey. Pero Lasso de la vega y otros historiadores consideran que poco más se podía hacer ante la debilidad que presentaba España, sobre todo, por la rebeldía catalana. En este sentido la historiografía catalana, por ejemplo, Sanabre, consideran el acuerdo como una catástrofe para las posiciones catalanistas. Los nacionalistas siempre han defendido la posición de los catalanes frente al Conde-Duque y a Felipe IV como la adecuada ante el centralismo opresor de Madrid y, por ello, la consideración de libertador de los borbones franceses. Sin embargo, esto se tornó cuando vieron que en el Rosellón y demás provincias de la antigua Cataluña la posición francesa era mucho más aplastante que la española y justifica, por ello, la posición en favor del Archiduque Carlos de las provincias catalanas durante la guerra de sucesión. Es por esa posición avasalladora de los franceses por lo que Sanabre y otros reconocen la buena tarea de los negociadores españoles para lograr salvar los puertos de Rosas y Cadaqués que pretendían los franceses. Sin embargo, el historiador Vilar, frente a la idealización nacionalista de sus pretensiones de unidad entre el norte y el sur catalán, abre los ojos al hecho cierto del enfrentamiento cada vez mayor entre Barcelona y Perpiñán por el dominio y capitalidad administrativa de la región. Un enfrentamiento interno que no auguraba nada bueno.
Pierre Vilar va incluso más allá, y afirma que “la unión con los condados no representaba para el Principado una necesidad material fundamental”. De hecho, los representantes catalanes del momento, ante la pérdida del Rosellón, escribieron a Madrid alarmados, no por la pérdida de ningún elemento esencial para la identidad catalana sino por el peligro geopolítico que suponía, a su entender, entregar la llave del principado a los franceses.
Con todo, la visión romántica de la historiografía catalanista, exaltada en la “Renaixença”, despertó una idealización de aquel movimiento y un victimismo, fomentado, posteriormente, por la II República, que aún padecemos y algunos se empeñan en fomentar sin atender a la verdad de los acontecimientos y alejando sus afirmaciones de cualquier evidencia científico-histórica.
Es muy conocido el artículo publicado por Domínguez Ortiz en el tricentenario de la firma del tratado de los Pirineos, que desmitifica y quita dramatismo a la negociación realizada por España. Según Domínguez Ortiz, el tratado no es más que la consecuencia lógica de un país en decadencia frente a uno en ascendente pujanza. Por esa debilidad se perdió el Bidasoa. Es más, considera que, en aquellas circunstancias, lo que hizo Felipe IV fue luchar denodadamente por conservar los territorios que habían sido de la monarquía española y que había recibido en herencia, de ahí que prolongara la guerra tras la paz de Westfalia, en un ambiente europeo complicadísimo para España. Por eso, Domínguez Ortiz considera un logro que la Paz de los Pirineos fue “una honrosa transacción entre un vencido digno y un vencedor moderado”, donde territorialmente las pérdidas fueron mínimas. Incluso en la espinosa cuestión del condado rosellonés, que se había convertido en el refugio de los exiliados catalanes contrarios a Madrid y en el que la presencia de pobladores franceses era tanto o más considerable que la española. Por último, nos recuerda, que la guerra no se debatía en el Rosellón, sino en la Cataluña surpirenaica. Así, renunciando a algo que no se poseía (el Rosellón), recuperábamos los puertos costeros de Gerona.
El propio Domínguez Ortiz considera males menores aquellos acuerdos territoriales y detecta perfectamente las dos consecuencias peores del Tratado para España: de un lado, las pérdidas comerciales cuyas transacciones acabaron siendo muy favorables a Francia y, por otro, el propio retraso en la firma del tratado nos perjudicó más que nos favoreció.
También hay que destacar que aquella paz y la hegemonía francesa que vino con ella tuvieron consecuencias en toda Europa, así, en la Paz de Oliva por las fronteras entre el ducado de Prusia y las de Polonia y Suecia, o el intento de retorno de los Estuardo a Inglaterra. Además, la decadencia española y la paz de los pirineos dieron lugar a la pérdida de influencia del Vaticano en el devenir de los acontecimientos europeos y provocó la aparición de una, cada vez mayor, Europa secularizada.
Intentar entender el tratado de paz de los Pirineos desde una óptica local, es contraria a toda lógica. Era una paz internacional, con consecuencias internacionales, que incidieron de manera destacada en España por ser la potencia hegemónica hasta el momento y a la que quedaba aún mucho poder y territorio por el mundo. Toda tentación localista está marcada por el uso de orejeras en la visión histórica.
BIBLIOGRAFÍA
DOMÍNGUEZ ORTÍZ, Antonio. “España, tres milenios de Historia”. Ed. Marcial Pons.2020.
DOMÍNGUEZ ORTÍZ, Antonio. “España ante la Paz de los Pirineos”. Ed, Ariel, 1984.
VILAR,Pierre. “Cataluña en la España Moderna”. Ed. Crítica, 1979.
SANABRE, Josep. “El Tratado de los Pirineos y sus antecedentes” [ El Tractat Dels Pirineus I Els Seus Antecedents (Episodis de la història)]. Rafael Dalmau, 1961.