El Tratado de los Pirineos

La guerra de los 30 años se libró en centro-Europa entre 1618 y 1648. Inicialmente, se trataba de otra más de las guerras de religión entre los partidarios de la Reforma y los que se mantenían en la Contrarreforma, pero ya vimos en su momento que Lutero obtuvo el respaldo a sus tesis porque los príncipes alemanes encontraron en las mismas una forma de conseguir independencia política, es decir, un modo de lograr su propio poder frente a Carlos V. Sin embargo, la intervención paulatina de diferentes y cada vez más numerosas potencias europeas cambió el signo de la guerra para luchar por el poder hegemónico en Europa. Especialmente entre Inglaterra y, sobre todo, Francia frente al Imperio español y al Sacro Imperio Romano-Germánico. La consecuencia de los conflictos fue la devastación total de las zonas en las que se desarrollaron los enfrentamientos, y muy destacadamente, en lo que hoy es Alemania, República Checa, Italia y los Países Bajos… Aquellos conflictos tuvieron forma de guerras locales. De algunas, los españoles sabemos más, quizá por la literatura o el cine, como fueron los enfrentamientos en Flandes, pero también cabe hablar de la guerra de sucesión de Mantua, guerra de los Grisones suizos, la guerra anglo-española, la guerra polaco-otomana o la recientemente mencionada en este blog, la Guerra de restauración portuguesa. https://algodehistoria.home.blog/2022/06/03/la-union-iberica/

El final de la guerra de los treinta años supuso el principio del fin de la hegemonía española en Europa, que sería sustituida por la francesa. Aquella guerra tuvo su final en los tratados de Westfalia en 1648 y la paz de los Pirineos (1659). El primero acabó con la guerra de los treinta años en Alemania y con la guerra de los 80 años entre los países bajos y España.  El segundo, el Tratado de los pirineos, termina con el enfrentamiento entre Francia y España.

Realmente los enfrentamientos entre Francia y España se venían produciendo desde la Guerra de los 80 años, pero se incrementaron y fueron más directos, tras las victorias españolas contra los rebeldes holandeses en 1625, contra los suecos en Nördlingen en 1634 y por la invasión española del francófilo electorado de Tréveris en 1635, tras la previa invasión francesa del español ducado de Lorena y Bar. Pero lo que más dolió y supuso la continuación de la guerra contra Francia fue que en 1640, Francia apoyara la sublevación de Cataluña, al tiempo que España apoyaba la revuelta de la Fronda en 1648. Así mismo, ya vimos como Francia buscó candidato portugués- duque de Braganza- para que, una vez proclamado rey, independizara el territorio luso de España y acabaran con la Unión Ibérica. Además, en 1648, Francia se anexionó los territorios del sur de Alsacia cerrando así el llamado “camino español” o “camino de los tercios españoles”, es decir, el camino terrestre ideado por Felipe II para llevar dinero y tropas a Flandes y que unía Flandes con Italia a través de Suiza y el franco Condado; y, ya por mar, Barcelona con Génova.

Ya vimos como, enmarcada en aquella guerra de los 80 años, se había producido la batalla y gran derrota de los tercios en Rocroi (19 de mayo de 1643)[ https://algodehistoria.home.blog/2020/12/04/rocroi-1643/ ] que se inició con la intención de aliviar la presión francesa sobre el Franco Condado y Cataluña. Aquella derrota, aunque fue considerada por algunos como el inicio del fin de los tercios y del dominio español de Europa, no fue así, todavía daríamos mucha guerra; sin embargo, la batalla que determina el inicio del dominio francés frente al español y es causa muy importante de la firma de la paz de los pirineos, fue la batalla de las Dunas (14 de junio de 1658). Hay que saber que, previamente, en 1657, Inglaterra y Francia habían firmado el tratado de París en virtud del cual se convertían en aliados- por primera vez en siglos- contra España. La derrota en las Dunas supuso la toma de la ciudad de Dunkerque por las tropas franco-inglesas el 24 de junio. El 7 de noviembre de 1659 se firmaba la paz de los Pirineos que ponía fin a 24 años de guerra entre Francia y España.

Aunque se firmó en noviembre, las negociaciones de paz se iniciaron en julio. La historiografía tradicional ha sido muy crítica con el negociador español, Luis de Haro, si bien, últimamente las críticas se han vuelto más benévolas, como veremos.

El tratado se firmó en la Isla del Faisán, en el Bidasoa, con Luis de Haro en representación de Felipe IV de España y el Cardenal Mazarino en nombre de Luis XIV de Francia, y sus consecuencias directas fueron:

Francia recibió el condado de Artois y una serie de plazas fuertes en Flandes, Henao y Luxemburgo. Los franceses devolvieron a España Charolais, en el Franco Condado y los territorios ocupados en Italia. Se entregaron a Francia los territorios catalanes del Rosellón, Conflent, Vallespir y una parte de la Cerdaña, todos ellos situados en la vertiente septentrional de los Pirineos y que las tropas francesas habían ocupado en apoyo de los sublevados catalanes. La frontera con España se fijará desde entonces siguiendo los Pirineos, salvo en lo que se refiere al diminuto enclave de Llivia (perteneciente a la provincia de Gerona, pero rodeada de territorio francés por todas partes) y al valle de Arán.

El tratado también preveía la boda entre Luis XIV de Francia y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España. Esta relación familiar fue la que determinó que al morir Carlos II sin descendencia fuera nombrado el duque de Anjou, como rey de España- Felipe V-.

La paz de los Pirineos se completó un año después por el tratado de Llivia (1660) que acordó el paso a soberanía francesa de 33 pueblos y lugares del valle de Carol y el Capcir, quedando el enclave de Llivia bajo dominio español. De esta forma se fijó de un modo más preciso la división de la Cerdaña entre España y Francia. Como señala el profesor Reglá se comprende así el valor geo-histórico de la cordillera y se circunscribe el tratado de los Pirineos en el inicio de un poder geometrizante en Europa, manifestado en otros tratados como fueron los de Westfalia, Oliva, Copenhague y Kardís; y al inicio de una política de geo-soluciones que serán características de Europa a partir de aquel entonces. Aquel acuerdo solventaba el problema francés de seguridad del Midi.

Aquella política tuvo dos excepciones curiosas, la ya señalada de Llivia y la de la isla de los Faisanes, en la que se firmó el acuerdo.

La Isla de los Faisanes, una pequeña parcela de tierra (2.000 metros cuadrados) en el río Bidasoa, cambia de soberanía cada seis meses entre Francia y España desde aquel acuerdo hasta la actualidad. De agosto a enero, forma parte del país galo, mientras que, de febrero a julio, de España.

La Isla, en su calidad de frontera, quedó en una posición incierta en el tratado de Paz de los pirineos, sin aclarar si era francesa o española. No fue el único caso. No sería hasta el reinado de Isabel II cuando se llega a un acuerdo entre España y Francia, en los llamados Tratados fronterizos de Bayona (fueron cuatro), que perfilaron las fronteras que desde 1659 estaban en puja.

En el primero de 1856, se determinó las fronteras de las provincias de Guipúzcoa y Navarra, y en él se establece la soberanía compartida entre Francia y España de la Isla de los Faisanes. En los tratados de 1862, que regulaba la frontera en las regiones de Huesca y Lérida; y en el de 1866 que solucionaba los problemas fronterizos desde Andorra hasta el Mediterráneo. Como cuarto se consideran las disposiciones adicionales a los anteriores y el acta final firmado en 1868. El interés en que esta isla fuese compartida tiene que ver con los derechos de pesca del río Bidasoa y por ser paso fronterizo. De hecho, allí se concertaron los matrimonios entre las infantas españolas y los reyes franceses que vimos como parte del Acuerdo de Paz de los Pirineos.

Otros acuerdos consecuencia del tratado fueron la concesión de un indulto general y la restitución de bienes a todos los perseguidos durante los años de la sublevación catalana (1640-1659), en la parte española. En la francesa se comprometían a mantener la vigencia de los Usatges de Barcelona y sus instituciones al norte de los Pirineos, con sede en Perpiñán. Luis XIV incumplió estos acuerdos y en 1660 los Usatges fueron derogados, lo que conllevó la abolición de las instituciones propias en Cataluña septentrional y en 1700 se prohibió del uso del catalán en el ámbito público y oficial con sanciones en caso de incumplimiento. El francés fue y sigue siendo la única lengua oficial en esas regiones del sur de Francia.

En cuanto a las posiciones españolas, fueron muy criticadas por entender que Luis de Haro se doblegó a los deseos franceses sin saber imponer unas condiciones más favorables para España. En este sentido fue especialmente duro Cánovas del Castillo, gran estudioso de la España de Felipe IV y de la figura del rey.  Pero Lasso de la vega y otros historiadores consideran que poco más se podía hacer ante la debilidad que presentaba España, sobre todo, por la rebeldía catalana. En este sentido la historiografía catalana, por ejemplo, Sanabre, consideran el acuerdo como una catástrofe para las posiciones catalanistas. Los nacionalistas siempre han defendido la posición de los catalanes frente al Conde-Duque y a Felipe IV como la adecuada ante el centralismo opresor de Madrid y, por ello, la consideración de libertador de los borbones franceses. Sin embargo, esto se tornó cuando vieron que en el Rosellón y demás provincias de la antigua Cataluña la posición francesa era mucho más aplastante que la española y justifica, por ello, la posición en favor del Archiduque Carlos de las provincias catalanas durante la guerra de sucesión. Es por esa posición avasalladora de los franceses por lo que Sanabre y otros reconocen la buena tarea de los negociadores españoles para lograr salvar los puertos de Rosas y Cadaqués que pretendían los franceses. Sin embargo, el historiador Vilar, frente a la idealización nacionalista de sus pretensiones de unidad entre el norte y el sur catalán, abre los ojos al hecho cierto del enfrentamiento cada vez mayor entre Barcelona y Perpiñán por el dominio y capitalidad administrativa de la región. Un enfrentamiento interno que no auguraba nada bueno.

Pierre Vilar va incluso más allá, y afirma que “la unión con los condados no representaba para el Principado una necesidad material fundamental”. De hecho, los representantes catalanes del momento, ante la pérdida del Rosellón, escribieron a Madrid alarmados, no por la pérdida de ningún elemento esencial para la identidad catalana sino por el peligro geopolítico que suponía, a su entender, entregar la llave del principado a los franceses.

Con todo, la visión romántica de la historiografía catalanista, exaltada en la “Renaixença”, despertó una idealización de aquel movimiento y un victimismo, fomentado, posteriormente, por la II República, que aún padecemos y algunos se empeñan en fomentar sin atender a la verdad de los acontecimientos y alejando sus afirmaciones de cualquier evidencia científico-histórica.

Es muy conocido el artículo publicado por Domínguez Ortiz en el tricentenario de la firma del tratado de los Pirineos, que desmitifica y quita dramatismo a la negociación realizada por España. Según Domínguez Ortiz, el tratado no es más que la consecuencia lógica de un país en decadencia frente a uno en ascendente pujanza. Por esa debilidad se perdió el Bidasoa. Es más, considera que, en aquellas circunstancias, lo que hizo Felipe IV fue luchar denodadamente por conservar los territorios que habían sido de la monarquía española y que había recibido en herencia, de ahí que prolongara la guerra tras la paz de Westfalia, en un ambiente europeo complicadísimo para España. Por eso, Domínguez Ortiz considera un logro que la Paz de los Pirineos fue “una honrosa transacción entre un vencido digno y un vencedor moderado”, donde territorialmente las pérdidas fueron mínimas. Incluso en la espinosa cuestión del condado rosellonés, que se había convertido en el refugio de los exiliados catalanes contrarios a Madrid y en el que la presencia de pobladores franceses era tanto o más considerable que la española. Por último, nos recuerda, que la guerra no se debatía en el Rosellón, sino en la Cataluña surpirenaica. Así, renunciando a algo que no se poseía (el Rosellón), recuperábamos los puertos costeros de Gerona.

El propio Domínguez Ortiz considera males menores aquellos acuerdos territoriales y detecta perfectamente las dos consecuencias peores del Tratado para España: de un lado, las pérdidas comerciales cuyas transacciones acabaron siendo muy favorables a Francia y, por otro, el propio retraso en la firma del tratado nos perjudicó más que nos favoreció.

También hay que destacar que aquella paz y la hegemonía francesa que vino con ella tuvieron consecuencias en toda Europa, así, en la Paz de Oliva por las fronteras entre el ducado de Prusia y las de Polonia y Suecia, o el intento de retorno de los Estuardo a Inglaterra. Además, la decadencia española y la paz de los pirineos dieron lugar a la pérdida de influencia del Vaticano en el devenir de los acontecimientos europeos y provocó la aparición de una, cada vez mayor, Europa secularizada.

Intentar entender el tratado de paz de los Pirineos desde una óptica local, es contraria a toda lógica. Era una paz internacional, con consecuencias internacionales, que incidieron de manera destacada en España por ser la potencia hegemónica hasta el momento y a la que quedaba aún mucho poder y territorio por el mundo. Toda tentación localista está marcada por el uso de orejeras en la visión histórica.

BIBLIOGRAFÍA

DOMÍNGUEZ ORTÍZ, Antonio. “España, tres milenios de Historia”. Ed. Marcial Pons.2020.

DOMÍNGUEZ ORTÍZ, Antonio. “España ante la Paz de los Pirineos”. Ed, Ariel, 1984.

VILAR,Pierre. “Cataluña en la España Moderna”. Ed. Crítica, 1979.

SANABRE, Josep.  “El Tratado de los Pirineos y sus antecedentes” [ El Tractat Dels Pirineus I Els Seus Antecedents (Episodis de la història)]. Rafael Dalmau, 1961.

Rocroi, 1643

No todo han sido victorias en la Historia de España. Si no contáramos también las derrotas, nadie entendería cómo pudimos pasar de las glorias imperiales a la situación que vivimos hoy en España. Traigo al blog una de nuestras más heroicas derrotas. Heroicas por el comportamiento de nuestros soldados, sobre todo, de los Tercios. Voy a hablar de la Batalla de Rocroi en 1643.

En un inciso previo a describir aquella batalla cabe señalar que Rocroi es una localidad del departamento de las Árdenas, en el N.O de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. La zona y la ciudad han sido escenarios de enfrentamientos destacados en la Historia moderna y contemporánea. Por ejemplo, la ciudad sufrió un sitio en la guerra franco-prusiana de 1870 a 1871 y la región, fue escenario de la famosa batalla de las Árdenas, la desesperada ofensiva alemana al final de la II Guerra Mundial (del 16 de diciembre de 1944 al 25 de enero de 1945) y en la que la propia naturaleza del lugar jugó un importante papel.

En 1643, España, aunque seguía siendo la fuerza hegemónica del mundo, se veía amenazada por la pugna entre Inglaterra y Francia para ocupar ese lugar. Por eso se vio abocada a participar en la guerra de los 30 años, de la que nada bueno obtuvo.

La batalla de Rocroi (19 de mayo de 1643) se encuadra dentro de esa guerra de los 30 años (entre 1618 y 1648) que ha sido el conflicto más devastador que ha vivido Europa hasta la I Guerra Mundial. Se suele señalar que la Guerra de los 30 años fue un enfrenamiento religioso entre protestantes contra católicos, lo cual no es del todo cierto. Quizá tuvo un atisbo inicial en esa dirección, pero en el fondo tenía mucho más de búsqueda del control político-militar de Europa, que de defensa de un credo religioso. Por eso, el enfrentamiento sería esencialmente contra los Habsburgo, que reinaban en España y en el Sacro Imperio Romano Germánico y dominaban Europa desde Carlos I de España, siendo sus enemigos Francia y Suecia. Las etiquetas de “católicos” y “protestantes” se introdujeron en el siglo XIX para simplificar los hechos. Fueron las razones geoestratégicas las que determinaron el comportamiento de las grandes potencias. Este tipo de motivos explica que Francia, un país católico, luchara contra dos potencias de su misma fe, España y el Sacro Imperio Germánico. 

El cardenal Richelieu, favorito de Luis XIII, fue quien concibió que el futuro glorioso de Francia germinaría de imponerse a estas dos Coronas de los Habsburgo. Los franceses sabían que para lograr su expansión no podían verse estrangulados por vecinos demasiado poderosos. Tras la victoria de las tropas imperiales (Sacro Imperio y españolas) sobre los suecos en Nördlingen, Richelieu ve el momento propicio para enfrentarse abiertamente a los Habsburgo. Al principio, con poca fortuna, hasta que el Infante Fernando se aproximó peligrosamente a París. Tal vez  el Habsburgo hubiera ocupado la capital del Sena de contar con los recursos adecuados. Pero España no estaba en condiciones de apoyarle convenientemente. De hecho, la situación interna de despoblación, de escasez de hombres, recursos y con más necesidades de las que podían atender generaba suficiente inestabilidad expresada en formas de revueltas, que para colmo, fueron alentadas por nuestros enemigos, especialmente en Cataluña y Portugal. Así se desencadenaron las rebeliones de los segadores en Cataluña y la guerra de la Restauración en Portugal (finalizada con el tratado de Lisboa en 1668, por el cual se reconoció la independencia de Portugal). En 1643, los españoles, para disminuir la gran presión que los franceses imprimían en Cataluña y en la zona del Franco Condado (que era español por entonces y lo siguió siendo hasta 1678), en una maniobra de distracción, atacaron la parte norte de Francia, sitiando Rocroi. Una fortaleza defendida por 500 hombres, por lo que la creyeron fácilmente conquistable.

El ataque lo realizaron las tropas imperiales bajo el mando de Francisco Melo de Portugal y Castro miembro de la dinastía Braganza. Hombre de confianza de Felipe IV y por entonces capitán general de los Tercios españoles de Flandes. Algunos lectores se acordarán de él por la película Alatriste (la película termina en Rocroi. Supuestamente, una de las dos novelas que Pérez- Reverte ha prometido a sus lectores para terminar el ciclo de Alatriste, pero aún no editadas, se situará en Rocroi).

Francisco de Melo no tuvo una exitosa carrera militar y en nada la mejoró en esta ocasión. Cuando decidió atacar la ciudad no tuvo la precaución de proteger su retaguardia o cerrar el acceso por si los franceses mandaban refuerzos, que fue exactamente lo que hicieron.  A mediados de mayo de 1643, los franceses enviaron un ejército de apoyo a la ciudad de Rocroi. Gracias a este ejército de socorro, la fuerza defensiva francesa era muy parecida a la atacante española. Los franceses contaban con más infantería, peor y más escasa artillería, pero en el conjunto, ambos contendientes estaban en igualdad de condiciones.

Lo que desequilibró la situación fue la estrategia y la capacidad de los mandos. Melo, como no tenía mucha experiencia, cedió el despliegue táctico al veterano conde de Fontaine, de 67 años y enfermo de gota, el cual requería silla de mano para ser trasladado. Los franceses, por su parte, estaban dirigidos por el joven Luis II de Borbón-Condé, duque d’Enghien, de solo 22 años, impetuoso, soberbio y tenaz, valiente en su osadía y poco presto a la rendición. Si bien, su prudencia o miedo final, como veremos, casi convirtió el combate en un empate.

Los problemas de los nuestros se manifestaron desde el primer momento al considerar que los franceses iban a defender la plaza y no a presentar batalla en campo abierto. Pero se equivocaron. En esas circunstancias, el lugar elegido no podía ser más inoportuno para nuestra tropa: con una zona boscosa, otra pantanosa y la propia ciudad fortificada de Rocroi a su espalda. Además, no contaban con los pertrechos adecuados. Melo se olvidó cargar con las palas y zapas para abrir trincheras que hubieran ayudado durante el combate a proteger el flanco izquierdo en el que estaba la caballería del bravo duque de Alburquerque, al que no pudo socorrer debido a su imprevisión.

Como creían que las posiciones francesas serían defensivas y no irían al ataque desde el principio, la distribución de las tropas fue muy semejante a la que hizo d’Enghien: dos líneas de infantería en el centro, sendas escuadras de caballería a cada flanco y una línea de artillería en el frente. En el caso español, los Tercios se pusieron en vanguardia, privilegio que tenían las tropas de élite. La caballería española en el ala derecha formada por caballeros loreneses bajo la dirección del conde de Isenburg y el ala izquierda por los jinetes flamencos al mando del duque de Alburquerque. En la retaguardia los soldados valones, alemanes, borgoñones e italianos.

La batalla comenzó el 19 de mayo de 1643 a las 3 de la madrugada. Los franceses iniciaron el ataque por el ala izquierda española. Los arcabuceros españoles situados entre la caballería y el bosque resistieron el envite e hicieron retroceder a los franceses, a ello se unió la carga de los de Alburquerque que logró infligir un grave daño al enemigo. Tampoco los franceses, en su ataque por el ala derecha, tuvieron mejor suerte. Además, las tropas españolas lograron hacerse con varias piezas de la artillería enemiga. Si en ese momento Melo hubiera lanzado a la infantería, seguramente la batalla se hubiera ganado. Pero no lo hizo, creyendo que los franceses se replegarían y que la victoria caería del lado español. Otra vez, como vimos con Vernon en Cartagena de Indias, un general se da por victorioso antes de tiempo. Melo no contó con la valentía y el buen hacer del Duque d’Enghien, que se paseaba a caballo analizando las zonas más débiles del enemigo y, así, en un alarde de osadía reunió los restos de su caballería y los volvió contra el ala izquierda, la de Alburquerque, que luchó con valentía, pero no pudo con la caballería croata bajo el mando francés. Nuestros caballeros se retiraron de forma desordenada.

Con la artillería de nuevo en manos francesas y la caballería bajo su control, Luis II fue a desbaratar la infantería. Los primeros en ser atacados y en huir fueron los italianos, adelantándose a aquel principio de los desertores italianos en la II guerra mundial: soldado que huye vale para otra guerra. A ellos se había unido, poco antes, Melo, con la aseveración de “aquí quiero morir, con los señores italianos”. El que murió fue Fontaine y algunos buenos mandos españoles. Acto seguido, el francés atacó a los valones y alemanes, que resistieron con la mayoría de sus oficiales heridos o muertos.

La resistencia final recayó sobre los veteranos españoles. Sobre los Tercios, es decir, la infantería, invencibles hasta ese momento y temidos en toda Europa. Su modo de guerrear se basaba en la mezcla de armas blancas (la pica) con armas de fuego (arcabuz y mosquetón), lo cual fue  una novedad en su tiempo. Una de sus habilidades más exitosas era su capacidad para atacar unidos o de dividirse en unidades más pequeñas, con un alto nivel de movilidad, que iban despegándose según las necesidades de la batalla hasta llegar al cuerpo a cuerpo individual, para lo cual habían sido entrenados especialmente, haciendo recaer su fortaleza de ánimo y capacidad combativa como un elemento más de la fuerza empleada contra el enemigo. Ese grado de movilidad era un elemento novedoso en su desarrollo, pero en su concepción partía de una adaptación de las legiones romanas y macedonias. Al igual que estos eran capaces de unirse como un solo cuerpo, atacando al unísono sin dejar huecos a la injerencia enemiga. Algo semejante a la formación en tortuga que hizo famosas a las legiones romanas, pero con un elemento más propio de las legiones macedonias: las picas. En los Tercios, los piqueros, que también portaban espada de doble filo y no mayor de un metro, para un más ligero transporte y uso, se situaban en el centro de la formación dejando a su derredor a los arcabuceros y a los mosqueteros (introducidos por el Duque de Alba y de gran éxito en la historia de los Tercios). 

Con ese panorama, con esa formación unida con las picas, arcabuces y mosquetes en perfecta formación, los españoles aguantaron los ataques franceses por ambos costados durante horas (seis horas duró la batalla). Supervivientes del resto del ejército, especialmente los de Alburquerque se unieron a ellos y combatieron hasta el final.

Los franceses intentaron una negociación ofreciendo respetar la vida y libertad de los todavía supervivientes, dejarles ondear sus banderas y portar sus armas. Así lo hicieron los Tercios de Garcíez y Villalba. Pero, quedaron los de Alburquerque y otros veteranos luchando hasta quedarse sin munición, sin fuerzas pero nunca sin ganas ni honor, hasta la extenuación. Lograron, en esas condiciones una rendición pactada, con las mismas condiciones ofrecidas, ciertamente generosas, tanto que algunos historiadores hablan de empate en la batalla. Posiblemente, la razón por la que el francés fue tan dadivoso se debió al miedo a que llegasen los refuerzos que Melo había solicitado. El barón de Beck, al frente de 4.000 hombres, incluido el Tercio de Ávila, habían iniciado su rumbo a Rocroi, sin embargo, conocedor de la situación de la batalla, Beck había ordenado esperar antes de meter a sus hombres en un avispero. Con todo, D’Enghien sabía que si no paraba pronto aquello, los refuerzos españoles llegarían y no estaba en condiciones de continuar la lucha contra aquella “masa de carne” como las crónicas de la batalla calificaron al bloque formado por los Tercios, imposible de penetrar.

Las bajas fueron numerosas, se dice que, entre muertos y heridos, 5.000 españoles cayeron en Rocroi, aunque, el número de muertos y heridos franceses fue mayor que el de españoles, con numerosos oficiales fallecidos o maltrechos. Los españoles lucharon infatigablemente contra una infantería mayor en número y lograron mantenerse en pie y salir con honra.

La batalla de Rocroi se ha identificado como el símbolo del principio del fin de los Tercios de Flandes. La historiografía más reciente, no tiene esa consideración. Se entiende que Rocroi fue una batalla perdida, la primera de nuestros Tercios, pero fue una batalla más. Mayoritariamente se considera que la batalla que marca el fin de nuestra hegemonía en Europa fue la batalla de las Dunas (1658). En 1643, nuestro ejército seguía siendo poderoso y de hecho derrotó a los franceses pocos meses después en la batalla de Tuttlingen. 

En lo que perdimos, como casi siempre, fue en la propaganda. Peter H. Wilson, reconoce que “Rocroi debe su lugar en la historia militar a la propaganda francesa”.

Voltaire dejó escrito lo siguiente: “Jamás hubo victoria mas gloriosa ni mas importante para Francia y se debió a la conducta e inteligencia del duque D’Enghien por una acción pronta que percibía a un tiempo el peligro y que a la cabeza de la caballería atacó por tres veces y rompió en fin esta infantería española invencible hasta entonces; desvaneció el miedo que le tenía (a esta infantería española) y las armas francesas después de muchas épocas fatales a su crédito comenzaron a ser respetadas y sobre todo la caballería, adquiriendo en esta jornada la gloria de ser la mejor de Europa”

Como casi siempre, este relato favorable a los franceses se paseó por Europa sin que los españoles, en una situación que a veces parece cercana a la abulia, hicieran nada por contrarrestarla.

La verdad es que el duque D’Enghien fue un militar de mayor enjundia que Melo, pero muchos, incluso algunos historiadores franceses, le recuerdan como impetuoso, dado a las operaciones prontas y destructoras con pérdidas enormes. Se le acusaba de buscar el brillo de sus acciones sin reparar el derramamiento de sangre. En su vida, el conde maniobró  en la Corte en contra de Mazarino, la situación le llevó a la paradoja de que durante las revueltas de la Fronda, Condé fue encarcelado y acabó huyendo a Flandes uniéndose a las tropas españolas, con las que participó en la victoria de Valenciennes contra los franceses y en la derrota española de las Dunas.  El Tratado de los pirineos en 1659, le concedió el perdón real y su vuelta a Francia con todos los honores.

BIBLIOGRAFIA

Peter H. Wilson  “La guerra de los Treinta Años”. Desperta Ferro.

Pablo Martín Gómez  “El Ejército español en la Guerra de los Treinta años”. Almena.