El Afianzamiento de la Nación Española. La Constitución de Cádiz

La guerra de independencia se produce en un entorno histórico en el que se disputa la preeminencia francesa con sus ideas revolucionarias exportadas por medio de los ejércitos napoleónicos frente a la sublevación de los que no se dejan dominar, dando lugar a diferentes guerras nacionales de liberación. Por otro lado y desde el punto de vista meramente político, el ambiente europeo está impregnado de los postulados de la ilustración y del constitucionalismo francés y norteamericano, o siguiendo un patrón más amplio, imbuido de las, llamadas por Palmer, revoluciones atlánticas. En todas ellas el elemento característico nace del equilibrio de poderes, en la eliminación de la ostentación del poder por una persona o grupo de ellas, dueños del poder político, para pasarlo a todos los ciudadanos. Realmente, este proceso de reformas, las emprendidas u otras, hacía tiempo que los ilustrados de toda Europa, españoles incluidos, veían como una necesidad para que el “Antiguo Régimen” pudiera ser útil.

Siguiendo ese patrón, en España los mayores avances los habían hecho los tres primeros Borbones (olvidándonos a Luis I), es decir, Felipe V, Fernando VI y Carlos III. Incluso en el reinado de Carlos IV, Godoy intentó continuar las reformas de los brillantes reyes anteriores. Pero la situación colapsó por la intervención napoleónica, favorecida por las disensiones entre Carlos IV y Fernando VII, que culminan con la Abdicación de ambos en favor de Napoleón y el establecimiento de un Gobierno francés bajo el reinado de José I.

A partir de aquí, es el gobierno del rey intruso el que dirige las instituciones tradicionales de España, inutilizándolas a ojos de los españoles. En la búsqueda hispana de  un gobierno legítimo, se idean varias soluciones:1) la afrancesada, que consistía en plegarse al invasor y a su superioridad, 2) la que toscamente buscaba la vuelta antiguo régimen, inmovilista y radical, y (3), en medio de ambas, la España patriótica ilustrada, la que superaba la distancia entre aquellos dos polos, la España de los que se mantenían fieles a la Independencia de España y firmes ante la necesidad de revisión que el momento exigía, la España de los que reivindicaban las reformas brillantes que imperaron durante todo el SXVIII, las que dieron a España y a sus provincias americanas una enorme estabilidad y prosperidad.

En la búsqueda de un gobierno legítimo, esa España ilustrada y patriótica analiza las bases de nuestra nación, de su Historia y tradiciones y así, por un lado, recupera la teoría de la escolástica española de la “Traslatio Imperii” según la cual la soberanía era otorgada por Dios al pueblo y este se la transmitía al monarca. Por otro lado, los ilustrados, iusnaturalistas, apelaban a la idea de contrato social que había sido recogido como base de la revolución francesa. En ambos casos la idea de soberanía residía en el pueblo de una manera más o menos inmediata. En el caso de los escolásticos, se pensaba que el pueblo transmitía al rey la titularidad de la soberanía y el ejercicio de la misma; los segundos, los liberales, consideraban que sólo se transmitía el ejercicio y no la titularidad. En todo caso, ante la usurpación del poder, como eran las circunstancias de España en 1808, el pueblo recuperaba lo que le era propio y lo administraba hasta encontrar al gobierno legítimo.

La combinación de ambos postulados será una de las características peculiares de la España de entonces. España durante todo el S.XVIII se había imbuido de los preceptos ilustrados, pero manteniendo la esencia de su personalidad como nación, sintiéndose orgullosa de su pasado, de su gran presencia en América, que ya quisieran los imperios británicos o francés poder contar, siendo la precursora de los Derechos Humanos por aplicación de las más profundas convicciones católicas. España había antepuesto los intereses nacionales a otros fines, logrando un siglo de brillante desarrollo y modernización, como posiblemente no encontremos otro en nuestra Historia y, sin embargo, algo se torció a finales de siglo XVIII y durante todo el S.XIX.[1]

La invasión napoleónica vino a trastocar el desarrollo iniciado por un miedo a la aplicación que Francia había hecho de la ilustración, con revolución, fin de la monarquía, terror… y que parecía ahora venía de la mano del invasor.

La España popular, aquella que constituía la base de la nación, aquella que había ido asimilando poco a poco la esencia nacional desde la Hispania romana, la unidad visigoda y la Reconquista, reaccionaba contra el invasor, sin más ideología que la defensa de lo suyo y de su rey.  Son los intelectuales los que se dan cuenta de que hay que dar una estabilidad política a aquella reacción, en cómo hacerla está la diferencia. Unos buscaban una España reformada, pero sin revolución, al modo inglés. Tenían una idea pactista de la Constitución, poniendo límites al ejercicio del poder del Soberano, estableciendo una soberanía compartida entre Rey y Cortes que permitiera una representación tradicional de ciudades con derecho al voto, en una cámara estamental y una segunda, provincial, elegida por sufragio popular. Entre ellos y como cabeza destacada estaba Jovellanos y también Floridablanca. Por otro, un grupo más radical consideraba la soberanía como propiedad exclusiva del pueblo, con división clara de poderes y el reconocimiento de derechos y libertades ciudadanas. Ésta segunda era una posición mucho más revolucionaria que reformista, al gusto francés, pero sin ser afrancesados sus partidarios, por eso seguían apelando a la Constitución histórica española. Formaban lo que pronto pasó a denominarse liberales, voz de origen hispano que así se extendió por el mundo.

La expresión de este grupo de patriotas, más moderados unos, más radicales otros, queda manifiesta en las palabras de Jovellanos al general Sebastiani cuando le propuso formar parte del gobierno de José I: “Señor General. Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sostiene mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto cargo de defenderla y regirla, y que todos hemos jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los Grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra Constitución y nuestra independencia… [Y por] el deseo y el propósito de regenerar España y levantarla al grado de esplendor que ha tenido algún día y que en adelante tendrá, es mirado por nosotros como una de nuestras principales obligaciones”[2].

Cabe señalar que Napoleón creyó que otorgando una constitución liberal a España apaciguaría el levantamiento nacional contra sus tropas, pero no fue así. Así nació la Constitución de Bayona en 1808. La Constitución de Bayona, realmente una carta otorgada, de carácter liberal en apariencia si bien dominada por el autoritarismo napoleónico, es confesional, al modo tradicional español, y en sus 146 artículos intenta sofocar las instituciones del Antiguo Régimen estableciendo una reforma política, social y económica que potencie a la burguesía y debilite a la nobleza. No establece un listado de derechos, pero recoge varios y asimismo reconoce representación a las provincias de ultramar.  Su presencia, aunque rechazada por los españoles, no dejó de ser importante para crear el ambiente propicio a los cambios que se darán en España. De hecho, en Cádiz, llaman como experto para que ayudar en la redacción de la Constitución gaditana a Ranz Romanillos, que había participado en la redacción de la de Bayona.

Por su parte, en el gobierno de los españoles, aquellos postulados políticos nacionales y patriotas que se daban en los sectores ilustrados se vieron representados, en las Juntas provinciales y locales, que nacieron como oposición político-organizativa de la nación frente al invasor. En ellas tienen acomodo todos los estamentos sociales, intelectuales, nobles, pueblo llano, clero. Muchas de aquellas Juntas apelaron a las instituciones tradicionales y asumieron el poder en nombre del que creían era su legítimo dueño- el rey Fernando VII-. En las juntas se recogen los postulados del poder legítimo nacional nacido de la Historia, la escolástica, la tradición y la modernidad con todas sus variaciones y divergencias. Pero en su organización, las Juntas se mostraban como una amalgama de poder acéfala; patriota, pero sin un camino unitario, en medio de una guerra emprendida por el pueblo español, sin una coordinación unívoca. Esa tendencia se revierte cuando se opta por la formación, en septiembre de 1808, de una Junta Central y con ella un movimiento centralizador que fue, con el tiempo, limando el poder provincial, pero dejando en sus manos algunas competencias destacadas: alistamiento, recaudación, órganos periféricos del Gobierno central, daría lugar a la estructura provincial bajo el principio de desconcentración y coordinación que será esencial en la futura estructura administrativa de España. Pero, antes de culminar ese proceso, la Junta Central (la Derrota de las tropas españolas en Ocaña en noviembre de 1809 lleva a la Junta a Refugiarse en Cádiz), tenía la obligación para seguir ahondando de un proceso político de representación de la España invadida frente al usurpador y, por ende, de convocar Cortes, como órgano de representación política de la soberanía. La primera Junta que señala la necesidad de convocar Cortes fue la de Asturias, y el primer decreto de convocatoria de Cortes se dictó el 22 de mayo de 2009

La propia convocatoria fue complicada por su ánimo de incluir a todos los sectores nacionales. Para los trabajos preparatorios, se nombró una Comisión de Cortes, que elaboró una “Instrucción que deberá observarse para la elección de los diputados en Cortes”, debida a Jovellanos, es decir, bajo los principios reformistas no revolucionarios, pero buscando un camino intermedio entre ambos. Por eso en los futuros escaños se pretendía una representación popular (un diputado por cada cincuenta mil habitantes), una representación territorial (un diputado por cada Junta superior provincial) y una representación estamental (ciudades, grandeza de España y sector eclesiástico). Como apoyo a aquella Comisión se nombró una Junta de Legislación cuyo trabajo, fijado en otra Instrucción del mismo Jovellanos, tenía como objetivo “meditar las mejoras que pueda recibir nuestra Legislación, así en las Leyes fundamentales como en las positivas del Reino y proponer los medios de asegurar su observancia”. Es decir, se admite la posibilidad de reformar las leyes constitucionales de España, lo que sin duda supuso el punto más conflictivo. Al frente de esta Junta estaba Agustín Argüelles, un liberal que pretendía una revolución más que una reforma. De hecho, en los trabajos de esta comisión se inició la redacción de una nueva constitución, en contra de la posición de Jovellanos y otros ilustrados. El prócer asturiano sostenía que España ya tenía una constitución formada por las leyes que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y contaba con los medios necesarios de preservar unos y otros. Para Jovellanos aquellas leyes no habían sido postergadas o destruidas por ningún dictador, por tanto, si faltase alguna medida para conseguir su observancia debía establecerse, pero no era necesario sustituirlas por otra norma suprema. [3]

Sin embargo, los liberales consideraban que la desidia, la ignorancia y el abandono que se habían hecho de aquellas leyes constitucionales de España habían tenido como consecuencia su inutilidad, habían dejado de tener efecto.[4]

Se inicia así un proceso constituyente en el que la Junta central se disuelve en manos de una regencia, formada por cinco miembros, que se propuso la dirección de la guerra y la reestructuración del Estado y que hace el llamamiento a cortes, constituyentes y extraordinarias, el 1 de enero de 1810.

Llamamiento que abarcaba sólo a los representantes de las provincias y de las ciudades con voto en Cortes. Aunque no hubo un primer llamamiento por estamentos, la reunión final sería La representación en las Cortes generales de la nación elegidos electoralmente y por Estamentos (nobleza, clero y estado llano) como en el Antiguo Régimen. Se procedió a la elección de los representantes de la nación, así como, a los suplentes de América y Asia y de las provincias ocupadas por el enemigo que no pudiesen elegir libremente a sus diputados[5] (No se sabe cómo se realizaron estas elecciones en medio de un país ocupado por los franceses en su mayor parte. Previsiblemente tendrían un carácter clandestino y la participación sería muy baja. De ahí que se recurriera a un sistema de suplentes nombrados entre los oriundos de cada región residentes en Cádiz). Finalmente, las Cortes se reunieron en la Isla de León el día 24 de septiembre de 1810. Se reunieron en cámara única. Su composición fue la siguiente: eclesiásticos, 97; catedráticos, 16; militares, 37; abogados, 59; funcionarios de diferentes Cuerpos, 54; grandes propietarios, 15; médicos, 2; otras profesiones populares, 20. En total, 300 diputados; de ellos 30 representaban a las provincias de ultramar. Todos juran defender a su legítimo Rey Fernando VII. Sin embargo, por los avatares de la guerra no se reunieron nunca los 300.

Como la guerra hacía peligrar la estancia de las Cortes en la isla de León, decidieron trasladar la sede de las reuniones a Cádiz capital. La última sesión en la isla de León fue el 20 de febrero de 1811 y la primera en Cádiz el 24 del mismo mes.  Tras ocho meses de discusiones parlamentarias, la constitución fue promulgada el día 19 de marzo de 1812, aniversario de la subida al trono de Fernando VII y fiesta del patriarca San José, motivo por el cual, el pueblo comenzó a festejar su aprobación con el famoso grito de “viva la Pepa”.

En su estructura es una constitución muy extensa de 384 artículos divididos en 10 títulos, eminentemente rígida al analizar su sistema de reforma, si bien no consideró necesario establecer un control constitucional de las leyes.

En su contenido, la Constitución de 1812, a pesar de todas las tendencias ideológicas vistas, con toda la buena voluntad, logró un texto que unía la soberanía popular, los derechos del Rey, con las exigencias de los liberales, que en última instancia fueron los más influyentes en el texto. Redactada esencialmente por Agustín Argüelles, Diego Muñoz Torrero, Evaristo Pérez de Castro y el ya nombrado Romanillos, enlazaba con las leyes tradicionales de la Monarquía española, pero, al mismo tiempo, incorporaba principios del liberalismo democrático tales como la soberanía nacional y la separación de poderes. Es decir, se proclama constitucionalmente la existencia de la soberanía popular, no del rey o compartida entre ambos, el rey no lo era por origen divino sino por la gracia de Dios y la Constitución; el poder recaía, pleno y supremo, en esa Nación como Ente distinto de los individuos que la integran.

Como consecuencia de ello, la Corona veía limitado su poder, conservando una participación en el Poder legislativo, con una tímida iniciativa y un veto suspensivo, así como la titularidad del Poder ejecutivo, aunque sus actos debían ser refrendados por los Secretarios de despacho. Se introduce, por tanto, el principio de separación de poderes, siguiendo los modelos de las constituciones francesa de 1791 y norteamericana.

La constitución presenta algunos otros elementos destacados y dignos de mención:

  • Fue una constitución demasiado extensa y prolija en algunos aspectos. Entró a regular materias que deberían haberse dejado al Legislador o incluso al propio Ejecutivo. Así, por ejemplo, se extiende en detalles relativos a la regulación de los poderes del Estado y del régimen electoral. Lo que no es más que la muestra de aquello que realmente preocupaba en el momento, la auténtica revolución interna que era la limitación del poder monárquico y la ostentación de la representación del poder popular por parte del Parlamento a través de las elecciones.
  • Las Cortes se organizaban en una Cámara única, pues se temía que el clero y la nobleza consiguieran apoderarse de una Asamblea de Próceres, obstaculizando la renovación política, social y económica que se pretendía operar. Quizá para evitarlo redactaron algunos artículos ciertamente curiosos como artículo 6 que señala: “el amor de la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y así mismo ser justos y benéficos”. Asimismo, y posiblemente con la intención de conducir al monarca, sobre el que recaía el poder ejecutivo en el artículo 13 se expresaba en los siguientes términos: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
  • Aunque no se estableció un listado de derechos y se negó el derecho de libertad religiosa (España se proclamaba como estado confesional), sí hubo un reconocimiento a determinados derechos como la libertad de pensamiento y expresión de una manera muy amplia, aunque limitado por una censura en aquellos aspectos en los que se mancillara a la religión; se establece la libertad personal; el derecho de propiedad; derecho a la educación elemental con la obligación de un Plan nacional unitario para toda España; libertad de imprenta; derecho al sufragio activo y pasivo, el primero universal masculino y el segundo censitario, con lo que, para ser candidato era necesario poseer una renta anual procedente de bienes propios …
  • A los derechos anteriores hay que unir una serie importantísima de preceptos en materia penal y civil que se mantienen vigentes en la actualidad como, la inviolabilidad de los diputados con tribunales especiales que los juzguen, la inviolabilidad del domicilio, la posibilidad de poner fin al arresto mediante fianza, la imposibilidad de arrestar sin ser informado de los derechos, de la existencia de orden judicial o la limitación de imponer penas físicas…

Tras la derrota de Napoleón, las fuerzas del Antiguo Régimen pretendieron volver al lugar político que ocupaban antes de la Revolución Francesa, pero ya su presencia no se hacía con la armonía de un sistema que había evolucionados desde la Edad Media, como solución y aplicación del Estado-Nación, sino en sus maneras absolutistas más radicales, que en España encontraron en Fernando VII un defensor a ultranza. Derogó la Constitución de Cádiz en 1814, pero tras el pronunciamiento de Riego en 1820, se vio obligado a jurarla de nuevo, iniciándose así el Trienio liberal.

Con ello terminó la vigencia de la Constitución de Cádiz, pero no su influjo, que gravitó sobre la política nacional, directamente hasta 1868, e indirectamente, durante el resto del ciclo liberal hasta nuestros días. Tuvo además una gran influencia fuera de España, en América, en las constituciones de las provincias españolas al independizarse, siendo la pieza clave de la transferencia de los ideales del liberalismo al mundo hispánico, formando parte del trasfondo de su Derecho y de la estructura de los nuevos estados. En Europa, influyó en los preceptos constitucionales de Portugal, en el surgimiento del Estado italiano e incluso en la Rusia zarista.

La Constitución de 1812 se convierte en el antecedente de lo que será el régimen democrático actual en España. La constitución introdujo a España en la modernidad político-jurídica, nos incorporó al constitucionalismo y a la superación del Antiguo Régimen, y consolidó el concepto de Nación y soberanía popular. Es este aspecto lo que hace grande a la Constitución de Cádiz. La Constitución de 1978, la otra gran constitución de nuestra Historia, enlaza directamente con los preceptos liberales de Cádiz, con su espíritu creativo y moderno. En el camino hemos pasado por distintas guerras de independencia en América, diversas guerras civiles en el interior de la Península durante los siglos XIX y XX, ocho textos constitucionales inestables y poco estimados, varios golpes de Estado, dictaduras militares, dos repúblicas profundamente fracasadas y calamitosas para el devenir histórico de España y un proceso nacionalista desastroso para la Nación. Cádiz consagró a la ya existente Nación española y supuso la modernización política de España; el régimen del 78 aspira a mantenerlo y afianzarlo. En ambos casos, los españoles nos hemos dado dos magníficas constituciones fruto de un esfuerzo común de superación, a ver si no lo estropeamos.

BIBLIOGRAFÍA

DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio. “España, tres milenios de Historia”. Marcial Pons. 2020.

MARIAS, Julián: “España Inteligible. Razón histórica de las Españas”. Alianza Editorial. 2014.

TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, “Génesis de la Constitución de 1812”.

RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, Pedro. “Tratado de la regalía de amortización” Archivo de Internet: https://archive.org/details/tratadodelaregal00campuoft

FERNÁNDEZ MARTÍN, Manuel, “Derecho parlamentario español” Google Books:

https://books.google.es/books?id=FigGAAAAMAAJ&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false

[1] Julián Marías “España Inteligible”. Alianza Ed. 2014. Pag.315-320

[2] Carta de Jovellanos de 1809 recogida en “Jovellanos en la Guerra de la Independencia”. Real Academia de la Historia- José Gómez Centurión-

[3] La instrucción y los acuerdos de la Junta de Legislación pueden consultarse en TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, “Génesis de la Constitución de 1812”.

[4] RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, Pedro, Tratado de la regalía de amortización”

[5] FERNÁNDEZ MARTÍN, Manuel, Derecho parlamentario español. pp. 600-619.

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