Lo que hoy son los Países Bajos, formaron parte de la corona española y sometidos a una sola autoridad desde la herencia borgoñona de Carlos I de España hasta la paz de Westfalia en 1648. Aquella zona nunca fue pacífica.
La primera vez, y casi la última, que todos los Países Bajos (que se conformaban aproximadamente por los actuales Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, más una pequeña zona del Norte de Francia y otra del Oeste de Alemania) estuvieron unidos fue bajo el poder de los Habsburgo, con Carlos V y su hijo Felipe II. Estas provincias fueron rebeldes desde que a ellas llegaron los vikingos, y a nuestro Carlos I le dieron tantos quebraderos de cabeza- como vimos en las primeras entradas de este blog- que intentó apaciguarlas, cosa que no logró, dotándolas de una considerable autonomía en 1549. La situación en los Países Bajos se volvió más tensa con Felipe II por sus intentos de reforzar la persecución religiosa de los protestantes y sus esfuerzos por centralizar el gobierno, la justicia y los impuestos. Realmente ambos problemas eran el mismo. Desde la reforma, los príncipes protestantes apoyaron la causa luterana por ver en ella un modo de independizarse del poder español.
En la segunda mitad del siglo, los calvinistas se levantaron contra la corona española en Flandes. Dichos revolucionarios calvinistas se dedicaban a entrar en lugares sacros, principalmente iglesias y conventos católicos para destruir sus representaciones de arte. Su actuación era tan poco adecuada que en muchos lugares los luteranos prefirieron mantenerse al lado de España por considerar mucho más peligrosos a los calvinistas y porque tampoco se fiaban de los franceses que andaban peleándose católicos contra hugonotes.
La explosión del problema calvinista y sus revueltas tiene lugar en 1566, siendo gobernadora de las provincias Margarita de Parma, hija natural de Carlos V. Margarita venía siendo asesorada por el ministro español Cardenal Granvela. Los motivos del malestar holandés fueron dos, por un lado, la subida de impuestos que contó con una oposición cerrada de los calvinistas y, por otro, la intransigencia religiosa de Granvela; si bien, los calvinistas no eran más transigentes que el cardenal español y, como hemos señalado, utilizaron el conflicto religioso para provocar movimientos independentistas. La destitución del cardenal a petición de los revolucionarios, que tuvo lugar en marzo de 1564, dejó el control de los asuntos de Flandes en manos del Consejo de Estado, cuerpo dominado por la alta nobleza flamenca. Pero ni la autonomía dada en su día, ni la retirada de Granvela calmaron la situación, de modo que, en 1566, el malestar era insoportable y la solución indefectiblemente pasaba exclusivamente por dos opciones: o ceder ante los revolucionarios o reprimir la sublevación.
Dado que los actos de cesión nunca sirvieron para mejorar las cosas, Felipe II optó por enviar las tropas españolas a Flandes bajo el mando del Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel. Se inicia así la guerra de los 80 años.
El primer problema que debía solventar el Duque de Alba era cómo llegar en el menor tiempo posible a Holanda para sofocar las revueltas.
Tradicionalmente, el traslado de personas y mercancías se hacía por mar desde los puertos cantábricos hasta los Países Bajos. En los primeros años del reinado de Felipe II, la potente armada española, podía navegar con cierta seguridad por el Canal de la Mancha debido al apoyo inglés- no olvidemos que Felipe II estaba casado con María I de Inglaterra-. Navegar bajo el cobijo de los puertos ingleses, incluido el puerto de Calais, entonces en manos anglosajonas, nos permitía dominar el océano. Pero, en 1558, dos acontecimientos cambiaron nuestra suerte: primero, los franceses se hicieron con el puerto de Calais y, segundo, el fallecimiento de María I de Inglaterra, llevó al trono inglés a Isabel I, poca amiga de los católicos y de España. El tránsito por mar desde España a los Países Pajos dejó de ser recomendable.
En 1568 la situación se recrudeció por el ataque directo a nuestros barcos realizado por los ingleses y por la armada de los Hugonotes franceses asentados en La Rochelle, a la que se unieron los barcos de los habitantes de los Países Bajos expulsados por España por haber tomado parte en las revueltas de 1566-67, y a los que se les conocía como “ mendigos del mar”.
Existía otro factor digno de consideración, la mayor parte de la guarnición del ejército español se encontraba en Italia y, por tanto, las rutas terrestres para llegar a Flandes eran más aconsejables.
La idea de utilizar rutas terrestres nació de Granvela, cuando aún estaba en los Países Bajos, su intención era facilitar la llegada de Felipe II a aquel territorio de su corona que estaba tan alejado de la Corte. La ventaja que ofrecía esta opción era que transitaba casi enteramente por territorios españoles o aliados de la Monarquía Hispánica. Se utilizaron caminos ya utilizados por mercaderes y otros viajeros. La ruta fue utilizada por primera vez en 1567 por el duque de Alba en su viaje para convertirse en el nuevo gobernador de los Países Bajos. Pero el paso de una persona no requiere los mismos preparativos que los de todo un ejército.
Hacer posible una ruta terrestre entre Milán y Flandes (unos 1.000 km), que fuera útil para el paso de las tropas, fue una genialidad logística-militar revolucionaria para su época, que hay que atribuir al Duque de Alba. Consiguió mover a través de toda Europa a cientos de miles de tropas españolas a un ritmo que no se volvió a alcanzar hasta más de 200 años después durante las Campañas Napoleónicas. Esta ruta, con sus diferentes variantes se conoce como “Camino español” o “Camino de los Tercios”
Para preparar la primera ruta, el duque de Alba contaba con un equipo de unos 300 zapadores con la tarea de ir abriendo ensanches en las carreteras de los desfiladeros y estrechos pasos de montaña que habrían de recorrer las tropas, construyendo y desmontando puentes improvisados a su paso. Incluso se hizo con un pintor que acompañaba a la expedición para dibujar mapas y vistas panorámicas de la ruta de los ejércitos. Además, se solían contratar guías para cada región. El guía del de Alba fue Fernando de Lannoy, quien realizó un mapa tan preciso del Franco-Condado que el duque bloqueó su publicación durante diez años para mantener en secreto las rutas establecidas.[1]
Esa operativa de preparar el camino con antelación y tener mapas precisos en los que estuvieran perfectamente situados los puentes, los vados, los transbordadores… que comunicaban las diferentes localidades fue esencial para el éxito de la empresa. Los jefes militares hacían uso de dichos mapas para cruzar los distintos territorios, pero cuando se carecía de ellos, se contrataban guías locales que eran los encargados de conducir a las tropas por su propia región.
Especialmente importante fue la configuración de las “etapas” que, en el ámbito mercantil, ya utilizaban los comerciantes. Eran zonas de reposo, con la suficiente dignidad como para alojar a los viajeros, con comida adecuada e incluso zonas de almacenaje y suficientemente seguras como para realizar sus transacciones comerciales. En el siglo XVI, se adaptan a fines militares, siendo los franceses los primeros en utilizarlas en determinadas zonas de su territorio. El Duque de Alba se sirvió de algunas de aquellas etapas francesas y creó y adaptó otras para completar el camino hasta Flandes.
Aquel sistema establecía pueblos en el camino en el que las tropas recibían las provisiones, tenían camas para descansar y asearse. Había “encargados de la etapa”, junto con “comisarios ordenadores”, responsables del alojamiento de los soldados y de sus familias (muchas veces los soldados españoles viajaban con su mujer e hijos). Se emitían billetes de alojamiento que servían para controlar en cada hospedaje el número de personas que se iban a alojar, los caballos que iban a acomodar en las cuadras etc. Esos billetes se presentaban al recaudador local que procedía a su pago, por el precio acordado con antelación y firmado en un documento contractual. Para ello cada expedición era precedida por un comisario que negociaba con los gobiernos locales el itinerario, las zonas de alojamiento, los víveres y el precio. Si había más de una oferta se estudiaban y elegía la más favorable a los intereses del ejército. El acuerdo se estampaba en una “capitulación”. Habitualmente los víveres que se entregaban a cada soldado era: agua, sal, aceite para las armas y vinagre, así como 226 g de carne (por día), 115 g de bacalao seco, 290 gramos de pan, un litro de vino (por cabeza), así como fruta y verduras. A los animales, se les proporcionan 20 kilos de paja y grano.
Cuando había que transitar por zonas más montañosas, en el acuerdo figuraban también los medios para que los soldados llevaran sus pertrechos personales, las armas de mano y los cañones: mulas, burros o carretas…
Otro de los factores que contribuyeron a mejorar la marcha fue la fragmentación de la expedición en grupos de no más 3.000 soldados, que salían de manera escalonada en el tiempo a fin de no saturar los lugares de alojamiento.
Un agente de la Corona española dejaba en la etapa correspondiente a una persona de confianza para asegurarse del cumplimiento de lo pactado y garantizar que el suministro de las tropas se pudiese realizar.
Cada expedición, era acompañada por una legión de diplomáticos cuya misión era asegurar a las élites y a la nobleza de las provincias recorridas que las intenciones de los Tercios, para con ellos, no eran combativas y que no habría aldeas y pueblos saqueados. Sí, los hubo, pero, en esos casos, el Duque cumplió su palabra de castigar con la muerte a los soldados españoles que incumplieron estas órdenes.
Con todo preparado, la operativa del viaje se presentaba del siguiente modo: de un lado, se encontraban las tropas sitas en Italia y, de otro, las que estaban en España. Para estas últimas se trazó la siguiente ruta: se embarcaban a los tercios situados en el sur de España en Cartagena y se les transportaba por mar hasta Barcelona, donde se unirían al resto de unidades allí destinadas o llegadas de las provincias norteñas de España. Desde ahí, juntos, embarcarían por el Mediterráneo hasta Génova.
Génova aceptaba gustosa el paso de las tropas españolas, primero porque sus banqueros tenían grandes negocios con la Corona española y segundo porque su archienemiga Venecia, tenía un pacto con Francia, así que la presencia española les daba seguridad.
El trayecto seguía por el ducado de Milán, territorio español, y, después, cruzaba los Alpes por Saboya. Saboya se mantenía neutral en las disputas entre Francia y España, pero viendo la fortaleza del ejército español les dejaba pasar dirección norte, sin oponer dificultad alguna. Además, Felipe II, para asegurarse el paso, casó a su hija Catalina Micaela con el duque de Saboya, Carlos Manuel I. Desde saboya transitaban por el Franco Condado, que era territorio español, hasta llegar al Ducado de Lorena que era neutral y, aunque en principio, no tenía razones para favorecer a España frente a Francia, desde 1552 cuando Francia se hizo con los arzobispados de Metz, Toul y Verdún, quedándose con una parte importante del territorio de Lorena, el paso de las tropas españolas era casi un seguro de vida- y lo fue durante mucho tiempo-. Así llegaban los Tercios a Luxemburgo, territorio español, y sólo faltaba traspasar el territorio del Obispado libre de Lieja, que, si bien no era territorio español, sus problemas con los protestantes les acercaban a las posiciones españolas, de ahí que normalmente los Tercios fueran bien acogidos. Desde allí a Bruselas era casi un paseo.
La preparación anticipada de caminos, provisiones y transporte, la actividad diplomática… aumentaba la rapidez en el traslado de las tropas. Si no había alteración, un regimiento podía hacer el viaje desde Milán a Flandes en 6 semanas y hay constancia de expediciones que no tardaron más que 32 días. La duración media era de 48 días.
El camino tuvo que hacer pequeños cambios en su itinerario a medida que los acontecimientos históricos le obligaron. Así, la revuelta de la Valtelina en 1618 había posibilitado al gobernador de Milán establecer guarniciones españolas en ese valle estratégico que unía Milán con Austria, y la revuelta de Bohemia, en el mismo año, dio lugar a que nuestro gran general Ambrosio Spinola, ocupar el palatinado y se asegurase los pasos del Rin, lo que permitía a España consolidar su control sobre el camino español alejándolo de las presiones francesas.
El camino se utilizó de manera regular hasta 1634.
Durante todo ese tiempo, la Corona española envió por el camino español más de 123.000 hombres entre 1567 y 1620, en contraste con los 17.600 que llegaron por vía marítima en el mismo periodo. Ese tránsito de soldados, su alojamiento y la seguridad que reportaban, fue un factor esencial para lograr el dinamismo económico en los territorios en su recorrido y para el respeto de sus fronteras. La desaparición del Camino supuso un cambio en la propia fisonomía de Europa: Alsacia, Lorena y Franco-Condado sufrieron tanto su desaparición que, finalmente fueron absorbidos por Francia.
El Camino Español sigue siendo un ejemplo de cómo llevar a cabo una logística militar perfecta.
BIBLIOGRAFIA
KAMEN, Henry. “Felipe de España”. Ed Siglo XXI.1997.
MARTÍNEZ LAÍNEZ, Fernando. “Una pica en Flandes. La epopeya del Camino Español.” EDAF. 2007
NÚÑEZ SÁNCHEZ, Javier. – “El Camino Español y los corredores militares del Imperio”. Febrero de 2017.
SÁNCHEZ, Jorge. “El camino español. Un viaje por la ruta de los Tercios de Flandes” Ed. Dilema. 2014
[1] Javier Núñez Sánchez: “El Camino Español y los corredores militares del Imperio”. Febrero de 2017